De mano de la escritora Cristina Pacheco, en la publicación online de la UNAM, la jornada en su edición vitual, aparece esta corta historia que, de entrada, nos pudiera sonar atemporal, sin embargo, tiene un sabor de hoy.
Les dejo algunos fragmentos para que empiecen a abrir el apetito:
En la escuela nuestra profesora dedicaba mucho tiempo a insistir en la importancia de que aprendiéramos a leer bien, a familiarizarnos con los libros, a cuidar los nuestros como auténticos tesoros. ¿No podíamos hacer lo mismo con los que estaban en las únicas dos bibliotecas del pueblo? “No”, contestaba. “Los de la parroquia tratan de religión y ustedes no podrían interpretarlos. Para eso hay que saber latín y estudiar mucho.”
Esa respuesta a medias despertó el comentario de Gonzalo, el más alto del grupo: “Isidro no es sacerdote. En su biblioteca debe de haber libros que hablen de todo. ¿Por qué no podemos tomarlos y leerlos?” Resignada, la profesora nos dio una contestación muy pobre: “Porque son de él”. En desorden, casi a gritos, le recordamos las enseñanzas que nos había repetido tantas veces respecto del interés y el amor que se debe tener hacia todos los libros, no importa quién los haya escrito, de dónde procedan, qué aspecto tengan y hasta si les faltan algunas páginas.
La maestra quedó aturdida, incapaz de encontrar argumentos que pacificaran nuestra pequeña rebelión. Por fortuna para ella, sonó la campana. Nosotros, como todos los días, salimos en estampida hacia el jardín en donde los columpios, movidos por el viento de marzo, entonaban su crispante concierto metálico.
Esa parte me agrado, muchos dirían tal vez que si crías cuervos te sacaran los ojos pero ¿acaso no queremos seres pensantes, críticos y que opinen en vez de un hato de borregos?Aquí otro pedacito que me pareció significativo.
Permanecimos inmóviles, en silencio, hasta que Isidro, refunfuñando, abandonó la biblioteca. Eramos libres de salirnos o permanecer allí y tomar los libros. No nos atrevimos a hacerlo hasta que al fin Gonzalo estiró un brazo y eligió un tomo forrado de verde. Ante nuestro azoro lo abrió y se puso a leer en voz alta:
A la entrada del pueblo había un letrero con su nombre y el número de sus habitantes: 27,698. La estadística se levantó mucho antes de que comenzara la emigración hacia las ciudades y Estados Unidos. Nadie se encargó de actualizarla, quizá para no…
Mientras Gonzalo continuaba la lectura entendí algo que mi maestra había tratado de explicarnos: los libros son fascinantes porque concentran todos los tiempos, despliegan infinitos paisajes, nos permiten escuchar aun las voces más remotas, vuelven sobresalientes hasta los hechos más insignificantes y, por si fuera poco, convierten nuestra vida en una historia interminable y fascinante.
Honor a quien honor merece, para el texto completo da click aqui
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