La Secretaría de Educación Pública, en medio del jaloneo en que la tienen sus dos titulares (la formal y la legítima), tiene pensado introducir un Programa Integral de Formación Cívica y Ética para la Educación Primaria. Se parte de que la democracia no puede operar adecuadamente si no va acompañada de una cultura democrática de la ciudadanía —misma que cada quien entiende de una manera distinta— y debe fomentarse desde los años escolares.
De tal manera que los niños sean adoctrinados en los valores de la democracia misma, entre los cuales se encuentra la ética. En dicho programa se presenta la buena idea de ir familiarizando a los niños con actividades que los preparen para la vida cívica y política, como la comprensión y el aprecio por la democracia, la revisión de noticiarios, publicaciones periodísticas y análisis de los procesos democráticos que vive nuestro país.
Esto se puede ver como parte de un programa más amplio de socialización democrática infantil que ya está en marcha, como las elecciones paralelas que el IFE y los institutos estatales electorales organizan, así como el Congreso de los Niños, donde algunos aventajados en sus estudios participan, como legisladores en ciernes, de ejercicios deliberativos, con discursos y todo.
¿Quién podría estar en desacuerdo con tales objetivos? El proyecto de la SEP suena bastante bien, pero debiera tomar en cuenta algunos puntos clave para tener tanta eficacia como sea posible.
A) Por un lado, no debiera pretender que los niños asimilen conceptos e información de adultos. Si se les quiere introducir en la asimilación y comprensión de los sucesos de la política nacional, deben establecerse contenidos perfectamente asimilables para ellos y comparables con su vida cotidiana. Para lo cual resulta sumamente útil vincular las ideas y los valores que se les quiere transmitir, con situaciones que les sean conocidas, como su vida familiar, escolar, deportiva y social, en las cuales se dan también relaciones de poder (con los padres, maestros, entrenadores y amigos o compañeros).
Eso, a diferencia de los cursos tradicionales de civismo, en los que se manejan conceptos sobre el Estado, la democracia, el Congreso, apenas comprensibles para estudiantes del doctorado en derecho o en ciencia política. De no ser así, lejos de interesar y familiarizar a los niños y a los jóvenes con la vida cívica y política, les provocarán más recelo y "aburrición" del que de por sí prevalece en ellos. Un programa no diseñado para ellos puede resultar contraproducente.
B) La educación basada en valores abstractos (como la ética, la honestidad, la solidaridad), en lugar de fundamentarse en la comprensión racional y realista de los procesos políticos, puede ser un esfuerzo inútil, pues al final se imponen los intereses particulares, al menos en la gran mayoría de los casos. El adoctrinamiento ético dura hasta que el individuo se enfrenta a un dilema donde sus propios intereses están en juego. Baste con ver en dónde quedó la educación ética de nuestros políticos, recibida en sus familias, la iglesia o su escuela.
¿Dicho adoctrinamiento sirvió de algo? Quizás en unos pocos casos. Más vale que los niños empiecen a entender la política como realmente es y no como quisiéramos que fuera. Lo segundo no los hará ni más ni menos éticos, pues eso depende de factores múltiples y distintos del adoctrinamiento moral.
C) De hecho, más que la enseñanza doctrinaria que se pueda impartir a los escolares, cuenta la vida real que ellos mismos observan y experimentan en su entorno. El aprendizaje es más por imitación que por prédica. Y si los niños ven lo que ven —es decir, lo que hay—, entonces difícilmente se puede esperar que se comporten de manera correcta, limpia, honesta en su futuro adulto. Si ven a sus maestros dedicados a la ingeniería electoral, a armar desórdenes y tomar plazas y calles de manera no muy cívica, los alumnos harán más o menos lo mismo.
Si oyen de la enorme corrupción en múltiples instancias gubernamentales, que generalmente queda impune, pues no puede esperarse un comportamiento propiamente democrático ni honesto de nuestros infantes. La probabilidad de que terminen haciendo lo mismo es muy elevada.
Para no ir muy lejos, en la escuela primaria Heriberto Jara, de Zacatecas, donde se promueven ejercicios democráticos y electorales de los alumnos, éstos reproducen las estrategias de los políticos profesionales. Por ejemplo, los candidatos a algún cargo de liderazgo o representación escolar ofrecen las perlas de la Virgen a sabiendas de que no lo pueden cumplir, sólo para captar votos.Incluso algunos alumnos “fotocopiaban boletas” con el fin de ganar a toda costa, dice su director, Leodegardo Martínez (Milenio, 26/VII). En otras palabras, por más que a los niños se les hable bonito sobre los ideales y valores de la democracia y se les incite a practicarlos escrupulosamente, éstos terminan por asimilar lo que ven y palpan a su alrededor, siguiendo el ejemplo vivo de sus padres, maestros y, desde luego, el de los políticos profesionales.
El país entero y sus instituciones políticas constituyen la gran escuela, sumamente influyente en niños y jóvenes (y adultos), así se les predique diariamente el catecismo democrático. Y en esa escuela no se imparte la honestidad, la democracia ni la solidaridad, sino la demagogia, el tráfico de influencias, el enriquecimiento inexplicable, las argucias electorales y la impunidad de todo eso. Más vale entonces que las clases de civismo partan del entorno político en el que viven los niños y no de fantasías que muy pronto se van a desvanecer al contacto con la dura realidad y generarán una cultura cínica, antes que cívica (como es aún el caso). Y, desde luego, mientras la práctica política no cambie sustancialmente, no habrá cursos de ética que valgan.
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