Ante las propuestas legislativas para eliminar la propaganda política pagada en los medios electrónicos, el poder de facto de la televisión y la radio comerciales ha respondido con una campaña de hostigamientos, presiones, amenazas y chantajes contra legisladores federales, y ha emprendido una cruzada de desinformación y envenenamiento de la opinión pública. En un esfuerzo por torpedear los cambios previstos a la legislación electoral, la Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión (CIRT), encabezada por el duopolio televisivo y hablando en nombre de “los mexicanos”, se ha pronunciado contra la necesaria moralización de la autoridad electoral y contra la remoción de los consejeros del IFE que, con su actuación turbia y parcial, llevaron a ese organismo a una sima de desprestigio.
En particular, Televisa y Tv Azteca han buscado presentar a Luis Carlos Ugalde no como el funcionario que permitió y propició el desaseo generalizado en los comicios presidenciales del año pasado, sino como una víctima de supuestos afanes revanchistas de los partidos políticos.
En la hora presente, las grandes corporaciones mediáticas no defienden la “autonomía electoral”, “la libre manifestación de ideas y opiniones” y mucho menos el “derecho a la información” de los ciudadanos, derecho que ha sido sistemáticamente conculcado por los concesionarios mediante coberturas desiguales, parciales, al servicio de sus propios intereses político-empresariales y casi siempre sumisas al poder presidencial. No hay mejor ejemplo que el desmesurado tiempo en pantalla que las dos empresas televisivas privadas concedieron durante esta semana al propio Ugalde, y el contraste con la cerrazón para difundir los señalamientos de los legisladores en torno a las presiones a que han sido sometidos.
Resultan paradójicas, por aldeanas, las supuestas convicciones “democráticas” y “modernas” con que los consorcios mencionados defienden una relación particularmente antidemocrática, oligárquica y atrasada entre el poder político y los poderes de facto corporativos y mediáticos, en la que a éstos les es dado servirse con la cuchara grande del presupuesto nacional, medrar con un espectro radioeléctrico que es propiedad pública y hasta imponer leyes para llevar sus privilegios a niveles de rapiña y depredación de los bienes del país.
En el fondo, lo que los concesionarios pelean es la preservación de la astronómica oportunidad de negocio en que se han convertido las contiendas electorales y el río de dinero que les representan unas campañas políticas basadas en el marketing y en la profusión de anuncios pagados. La lógica misma de esa modalidad perversa de proselitismo tiende a convertir las confrontaciones partidistas en duelos de dispendio de recursos –públicos, para colmo– y a degradar el debate de ideas y programas hasta convertirlo en guerras de lodo. La desmesurada proporción de los presupuestos de publicidad política que acaparan las televisoras, en detrimento del resto de los medios informativos, contribuye a completar un círculo vicioso que agrega grandes cuotas de poder político al poder económico y mediático que detentan las grandes empresas televisivas y radiales.
Para garantizar la información ciudadana y el derecho a la libre expresión de partidos, organizaciones políticas, candidatos y funcionarios es más que suficiente el espacio de los llamados tiempos oficiales, es decir, los minutos de programación diaria que los medios electrónicos deben poner a disposición del Estado como sucedáneo de impuestos y pagos de derechos por el uso de frecuencias que son propiedad de la nación, no de los conglomerados televisivos y radiales.
No debe dejarse de lado el hecho de que, en el momento presente, el Senado analiza las modificaciones necesarias a las leyes de telecomunicaciones y de radio y televisión, luego que la Suprema Corte de Justicia de la Nación echó abajo artículos de las versiones aprobadas a finales de 2005, y genéricamente conocidas como ley Televisa, en el contexto de una grosera intromisión de las televisoras privadas en el trabajo legislativo.
Parece perfilarse un consenso entre todas las fuerzas con representación en el Congreso para restaurar el IFE y encauzar la propaganda electoral a los tiempos oficiales. El empeño por reventar ese consenso mediante presiones públicas y chantajes privados a los legisladores conlleva el designio de suprimir la voluntad soberana de uno de los poderes de la Unión, y eso se llama golpismo, un recurso ilegítimo e inaceptable. Es imperativo que las cámaras legislativas hagan valer su autoridad, sus atribuciones soberanas y su condición de representantes de la voluntad popular.
y ud. querido lector ¿que opina? ¿soberanía malentendida o represión tendenciosa?
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